EDITORIAL ENTRE RÍOS

La clase media y la universidad

Popularmente siempre se afirmó que si paramos a cualquier argentino por la calle y le preguntamos a qué clase social pertenece, nos responderá que a la clase media. En gran medida, en términos económicos, durante décadas esto fue así. Durante la década del 70, alrededor del 80 por ciento de la población lo era. Un estudio del Banco Mundial realizado hace algunos meses sostiene que durante 2020, 1,7 millones de argentinos dejaron de pertenecer a la clase media en términos económicos. Antes de la crisis sanitaria, el 51 por ciento de la población era considerada como tal, pero el coronavirus y sus consecuencias redujeron ese porcentaje a cerca del 45 por ciento.

Según datos del INDEC, tras la pandemia sólo 20 millones de argentinos, sobre una población de más de 45 millones, puede considerarse de clase media. Además de los dos millones que ya cayeron en la pobreza, hay dos millones más en riesgo de caer.

Esto en términos económicos. Porque según un estudio del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA, el 85 por ciento de los consultados sigue considerándose de clase media. Lo cita una nota del diario El Día, de La Plata, que consulta a distintos especialistas para definir qué es eso que da en llamarse clase media en la Argentina, un país que se ha diferenciado del resto de Latinoamérica precisamente por la extensión de esta clase social en términos economicos pero también culturales y sobre todo educacionales. El historiador Enrique Garguín, recuerda que para que hubiera una identidad de clase media fue fundamental el peronismo, que rompió con la idea del pueblo argentino de origen inmigratorio extranjero. En aquel momento, para diferenciarse del “pueblo trabajador peronista”, surgió la idea de la clase media, sostiene Garguín. Y agrega: “Después de la caída del peronismo, hay un sector que se fundó como la clase media más estructural, y ahora, cuando se dice que Argentina era un país de clase media, se refiere a que era uno de los países menos desigual de América Latina”. La moderación es un rasgo que a la clase media le gusta portar, como una carga valorativa positiva, dice Garguín. Suena atractivo ser de clase media. No ser pobre ni ignorante y estar más cerca de los consumos de la clase alta.

Exequiel Adamovsky, investigador del Conicet, sostiene que no existe hoy una clase media como tal. “La década del 90 significó una fragmentación muy grande de la sociedad argentina en todos sus estratos sociales, algunos sectores se vieron empobrecidos y otros beneficiados”, dice Adamovsky. Ganar más no implica necesariamente haber pasado de una clase a la otra, sostiene.

Después del estallido del 2001, en las calles se cantaba “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, recordamos nosotros. La consigna no duró mucho. Sólo hasta que una cierta normalidad se reinstaló después de aquella histórica semana de los cinco presidentes.

Un valor persistente desde la Argentina inmigrante, apuntalada por las conquistas sociales del peronismo, es la movilidad social ascendente. Ejemplo clásico: una persona nacida en un lugar humilde, de padres obreros, logra acceder a estudios universitarios y se convierte en un profesional. Lo que en 1903 era el sueño de “M’ hijo el dotor”, obra teatral del dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez, se consolidó con el fuerte desarrollo de la universidad pública autárquica y democrática, fruto de la Reforma Universitaria de 1918. Pero, sobre todo, por un acontecimiento no siempre debidamente recordado, sucedido el 22 de noviembre de 1949 -se cumplieron el lunes pasado 72 años-. El Decreto Presidencial 29.337, de Juan Domingo Perón, estableció la gratuidad de todas las universidades públicas del país y el compromiso gubernamental para su financiamiento. Aunque el decreto fue anulado en gobiernos de facto, fue recuperado definitivamente con la apertura democrática de 1983 y reforzado con status constitucional en 1994, lo que se mantiene vigente hasta nuestros días.

La gratuidad de la enseñanza universitaria argentina ha sido un factor fundamental para la supervivencia de la llamada clase media argentina, de la movilidad social ascendente y de la posibilidad de ser una sociedad que sostiene, hasta hoy, los principios de la democracia. Esto a pesar de definiciones políticas como “los pobres no llegan a la universidad” o a la presunta desgracia de “aquel que tiene que caer en la escuela pública”. Para la fecha no está demás recordar que la gratuidad de la universidad pública se sostiene con los impuestos de todos nosotros. Pero, sobre todo -en un esquema tributario regresivo como el argentino, donde más pagan los que menos tienen-, y en tiempos de tanta perorata anti pobre, anti planes y demás, con lo que pagan aquellos cuyos hijos, probablemente, y lamentablemente, no lleguen jamás a la universidad.

Editorial de José Luis Ferrando, licenciado en Comunicación Social, periodista de LT14 Radio Nacional Paraná.